por Ricardo Calcabrini
Tengo el presentimiento de haber estado sentado al lado de mi destino.
He vuelto al mismo bar y a la misma mesa. Esperando.
En aquel entonces, los filósofos de vía estrecha, desgranábamos, como todas las tardes, nuestras seguridades de ocasión.
Fatigado por vigilias infernales y dolores inconclusos, me había disuadido de que el amor es un sentimiento destructivo, que condena a dos desconocidos a una dependencia que de tan mezquina se torna insalubre y, para peor, más efímera cuanto más intensa. En el nihilista desarrollo me desenvolvía con cierta galanura displicente.
Con ese pensamiento vas hacia una muerte segura, dijo un contertulio indignado. Toda muerte es segura, repliqué socráticamente…
¿Qué música sonaba entonces?
Casi recostado sobre la silla, levanté mi pocillo de café y miré hacia la nada tratando de escudriñar entre los sonidos del lugar. Allí estaba. Mantenía una conversación con un tipo que se me antojó estúpido y molesto (debía ser exactamente lo contrario para mantener la atención de alguien que lucía, impunemente, una belleza escapada de la mitología griega).
El parloteo superpuesto de mi mesa se convirtió en un murmullo caótico y absurdo en el que yo flotaba embarcado en la quimera de sus ojos.
Durante una milésima de segundo se cruzaron nuestras miradas, justo en el instante en que desplegaba la artillería letal de su sonrisa… De todos modos -dije con letra pequeña-, siempre he creído que el espíritu santo, privilegia el amor antes que la fe…
Me miraron incrédulos; ¿…pero, crees o no en el amor…?, no respondí. En mi planeta de converso no florecían las dudas.
Por una vez en mucho tiempo, pude divisar el primer lucero en un cielo malva. Sentí un aroma conocido que llegaba desde más allá de todas las memorias. Sin que ella lo sepa, le había regalado mi corazón y en su lugar me quedó una ausencia tibia.
Algunos iluministas decían sentir vergüenza de haber medido la distancia al sol, de haber pesado los planetas, y no haber descubierto las leyes fecundas para hacer felices a los pueblos. Yo había visualizado la ley de mi felicidad: caminar, con ella, tomados de la mano.
He vuelto al mismo bar y a la misma mesa. Esperando.
Escucho la música sonando.
Sé que lo imposible está a un beso de la realidad…